martes, 15 de noviembre de 2016

Fragmento de la novela EL CARRERO DE SAN BERNARDO

Sufriendo la prisión (1736)

La partida con el prisionero llegó después de cabalgar durante gran parte de la noche.
Faltaba un par de horas para que aparecieran los rayos del sol sobre el horizonte cuando el comandante le ordenó al guardia que abriera la empalizada.
Anastasio estaba molido de cansancio y le dolía todo el cuerpo. Entraron al interior, y un oficial con dos soldados se acercaron al jefe de la comitiva y lo saludaron militarmente, indicándole que el presidio estaba en orden.
Aquella cárcel contenía tres edificios de adobes y techos con paja, los que no superaban el metro y medio de altura, estando las habitaciones cavadas en el piso. En el centro había una torre de palos donde se apostaba un soldado vestido con harapos y lleno de mugre que hacía de vigía. Todo el cuadro estaba rodeado de una pared de adobe de más de dos metros de alto, protegida con una empalizada y una zanja perimetral en su exterior. Su aspecto era tétrico, parecía una caverna más que un fuerte.
Los soldados desmontaron y comenzaron a quitar los aperos a sus caballos. Luego de atender las nuevas que le comentara el militar a cargo del presidio, el comandante se volvió hacia Anastasio, lo miró con un aire de lástima, y le dijo a su oficial:
– Es Anastasio Villegas, el detenido que debe cumplir el arresto de treinta días. Póngalo en la celda liviana. Es un buen hombre.

Entre palos y adobes apilados fue a parar el detenido, sin saber la causa ni haber tenido juicio, y solamente por la acusación de un mal hombre, quien por su sangre española tenía cierta influencia, la que usaba con injusticia.

Cansado, el muchacho se tiró en el suelo. Muy hambriento y sucio allí quedó, remordiéndose en la infamia cometida hacia su persona.
Mientras estaba en esa situación, alguien lo interrumpió:
– ¡A ver, Villegas! Ricibí esta bolsa – gritó con energía el cabo encargado del presidio. Anastasio lo miró un momento, sin saber lo que le daba.
–¡Agarra paspao!...Yo soy el cabo Paredes… estoy encargao del prisidio. Te ricomiendo tu conduta, ¿sabi? Aquí al lao está el cepo para los que no la cumplen… ahí se caaaaagan todo. Tinemos once ditinidos y cuatro son indios, los que andan engrillao. Además hay 16 indios en la zanja. En la bolsa tinés un poco de paja pa que pongas arriba é los palos y dormás mejor. ¿Pricisas algo ahora?
– Tengo hambre, en todo el día no comí nada.
– ¡Güeeeeeeno cheeee!, mirá que en los jortines se come muy poco, y menos comen los presos, pero mañana tinés mate y al mediodía unos alones de avestrú hirvido. ¡Aquí estás en la cárcel! ¿sabí? No pidas lujos. Estás cumpliendo una condena, y no alcanzas a llegar que ya pidís comida ¿Y por qué mierda ti han mitido?
– No lo sé señor. No cometí nada.
– ¡No comití nada! Qué caradura… todos los pillos son iguales… ¡moooosquitas muerta! Andá sabé qué bosta ti has mandao. Pero aquí te vamos a corrigir vas a ver.
– ¿Señor, no hay un poncho para taparme?
– Voy a ver si te consigo uno por un rato, hasta que el guardia güelva de la recorrida, porque nunca lo lleva. Además, ya en un rato está clareando, así que no te hace falta poncho ¿Y vos, cómo no te trajiste uno?
– Es que señor… no sabía dónde venía.
– Bueno tine en cuenta pa la próxima. Hay que vení priparao. ¡Aaaah …! y también te quiero dicir ¡Que no mi digai señor…carajo! Yo soy el cabo Paredes, ¿mi intindiste?

El amanecer apareció lentamente, despertando al nuevo día. Ahora la mañana se hacía larga y estaba frío. Anastasio no pudo dormir ni un momento, el lugar se le volvía insoportable, se juntaba la helada, el hambre, su dolor en el cuerpo, los olores nauseabundos, y los gritos de aquellos presos en el cepo que lloraban de dolor y pedían clemencia. Era la sinfonía con la cual esos seres humanos amanecían en aquel lugar.
– Muchacho ¡güen día! – le dijo el condenado de al lado, de quien solamente lo separaba una pared de palos enterrados en el piso, pero entre la separación de los mismos podían mirarse.
– Guen día –contestó con timidez Anastasio.
– Escuché lo que le decías al cabo Paredes. Tené cuidao con ese tipo, es lo más taimao y traicionero que existe, si le caes mal, te hace la vida imposible y te va a castigar sin piedad. Aquí castiga a los indios hasta matarlos, es un desalmao… nunca le des la contra. Ahora te va preguntar si tenías frío. Si te quejás, no te va a dar poncho.
– ¿Por qué estás vos aquí? –le preguntó Anastasio.
– Porque herí a puñaladas a un cuatrero de hacienda, que después se murió.
– ¡Aaaah, la pucha… amigo, qué complicao! Aunque el tipo entonces murió en su ley.
– Sí, jue una disgracia, pero lo hice en defensa propia, ese ladrón estaba cibao, y cada año me robaba. Yo no sabía que lo había matao, él me atacó primero. Le fue mal, los dos que lo acompañaban se asustaron y lo llevaron herido, abandonando parte de mis vacas, las que recuperé. De todos modos seguí buscando porque me faltaban cinco, y las terminé encontrando en el campo del Juez. Cuando se las reclamé, el hombre se sintió molesto y ofendido, me contestó que esa era hacienda confiscada, y se usaría para mandar provisión a los fortines, y que era orden del gobernador y del Virrey retenerlas.
– ¡Me la han robao, señor Juez! Es hacienda marcada con señal. ¡Es mí hacienda, señor! “Usted no puede dar en contra de lo que dice la justicia”, me contestó con mucho prepo, el disgraciao. Lo que hace no es justicia, han robao mis animales y los encuentro en su campo… ¡me quiero llevar mi hacienda! Y este me contestó: “¡Usted no se lleva nada!, ya le dije, es hacienda confiscada por orden del Virrey. Y cuidaoo, carajo… no se me desacate porque va dir al cepo.”
– Así que perdió la hacienda.
– Sí, perdí la hacienda y no solo eso, pasaron unos días y vino el comandante a detenerme. Yo le expliqué todo, pero no valió la pena. El ladrón era de San Luis y ya estaba cibao, cada año vinía y lo que robaba le daba la mitá al Juez. También le dije al comandante que había encontrao parte de mi hacienda y había recuperao algunas vacas, de las que faltaron cinco que encontré en el campo del Juez. Cuando se las reclamé, se sintió muy molesto, el tramposo me dijo que la había confiscao por orden del Virrey, pero eran mentiras, las vendía a los fortines diciendo que era hacienda de él. Yo lo descubrí. Y aquí me ves.
– ¿Y ahura?
– Y ahura dependo de este guacho del Paredes, del comandante y del atorrante del Juez.
– ¿Y tú campo?
– Mi campo es un rancho pobre que está cerca del río. No sé qué hará mi mujer y mis dos gurises… pobricitos ¡cómo los siento!

Quedó en silencio Anastasio, pensando en la desgracia del pobre hombre y comprendiendo la injusticia cometida contra él.
– ¿Y el comandante, cómo es?
– No te confíes di naide. Es un disgraciao. La vida de este juerte es un tormento, por eso la gente cuando puede, se dispara al disierto. A vos te conviene aguantar; son solamente treinta días. El cabo Paredes te viá buscar todas las partes pa sublevarte, él es feliz cuando lleva a un reo al cepo, y festeja cuando el comandante los condena a pena de muerte – sin duda era espantoso el panorama para Anastasio.
– No te vian a trair mantas, yo te doy un poco de paja.
El hombre le fue pasando con mucha paciencia entre la hendija de los palos unos puñados de paja que Anastasio iba recibiendo y acomodaba junto a las que le había dado Paredes. Luego se recostó sobre la misma, aunque estaban tan hediondas, que daban asco.
Así quedó todo ese día, y pasó con gran sacrificio la segunda noche.
Al final, el amanecer sorprendió a Anastasio con su cuerpo dolorido y frío. Ahora pasaban algunos rayos de sol sobre los palos de la celda, y se escuchaba el andar de soldados que daban vueltas por los corrales, mientras que el relincho de unos caballos funcionaba de despertador para los pobres tirados en aquellos calabozos de palos, jugándole una apuesta a la desgracia.
Frente a aquellos corrales había un pozo de unos doce metros cuadrados cavado muy cerca de los calabozos; en ese lugar tenían a unos indios encerrados debajo de unas rejas de palos, la que cubría el foso al que llamaban “la zanja de los indios”. Ahí encerraban a esos pobres miserables con demencial crueldad, algunos encontrándose más muertos que vivos.
– ¡A ver, ustedes, rápido, rápido! Salgan de la celda y se van al corral de los caballos – gritó el cabo Paredes con odio y mucha energía.
Al llegar al corral, custodiados por tres soldados, uno de ellos trajo una lata sucia con mate. Era una infusión tan repugnante como inmunda, tanto, que daba asco tomarla.
– ¿Ti gustó el mate pampa?
– Sí cabo, estaba bueno y calentito.
– ¿Cómo durmiste anoche?
– Muy bien, cabo.
– Sabís que al final me olvidé la manta, ¡quííí macana che!, ¿pero durmiste igual, cierto?
– Sí cabo, dormí igual.

Así Anastasio pasó doce días, encerrado entre los palos. Por la noche le daban una manta, pero nada de comida, solamente un poco de zapallo más crudo que cocido, y eso sólo día por medio, y una sopa de huesos de avestruz, la que era intomable. Al cabo de esos días había perdido kilos y estaba tembloroso y débil; aunque le había hecho caso a su compañero de encierro y nunca le daba la contra a su ºcarcelero, tratando de complacerlo a pesar de que lo odiaba.
Un amanecer vio cómo engrillaban a un indio, exigiéndole que dijera a dónde estaban los compañeros. Nada respondía el pobre. Entonces le ponían el pie en agua hirviendo y le tiraban otro poco por el pecho, torturándolo sin piedad ni misericordia; aun así, nada decía, y solamente gritaba de desesperación. Por último, el cabo Paredes sacó un puñal y le cortó el cuello hasta despegárselo del cuerpo.
Fue una escena tremenda, y no conforme con ello, luego tomó de los pelos la cabeza sangrante y la tiró a las zanja de los indios mientras ordenaba a dos soldados que llevaran a esa porquería afuera. Los perros hambrientos terminarán el trabajo.
Fuerte e impactante, las crueldades que se cometían en el presidio; el abuso marcaba la diferencia, la ley no tenía rumbo ni norte, y la vida de un indio no valía nada. Para los españoles, los aborígenes eran seres sin alma, no pertenecían a la raza humana. La justicia no existía, cada cual la tomaba a su manera, y quienes ostentaban el poder, manejaban el destino de los demás a su antojo y forma; por ello la pampa era un suplicio, no había dignidad, no había reglas, solamente atropellos desmedidos, extremos, repleto de actos tan sanguinarios como innecesarios. Se inmolaban personas sin causas ni motivos, se cometían barbaries por quienes se consideraban civilizados. De ese modo, en cada acto se abría una brecha de odio extremo, marcándose entre conquistadores y aborigenes una guerra despiadada y tremenda que duraría siglos. Los criollos, los nativos de esta tierra que no eran indios, en general, ayudaban.
Pasaron los treinta días. Anastasio no tuvo problemas con el cabo Paredes pero había quedado tan famélico, que casi no podía mantenerse en pie. Estaba rotoso, sucio, y no veía bien, le dolía el estómago del hambre que sentía.
– El comandante ti quiere ver pa date la libertad porque se cumplió tu condena.
El carrero llegó como pudo a la galería de aquel rancho donde estaba el comandante.
– ¡Quedaté ahí nomás!, te quiero decir que has cumplido tu condena. Tratá de no meterte más en líos así te evitas problemas, ahora tomá un poco de mate y te podes ir así salís con la panza llena. – le ordenó el hombre desde la galería de ese inmundo rancho que obraba de oficina donde residía la autoridad.
Anastasio lo trataba de mirar pero nada podía distinguir porque tenía la vista nublada. Por último cayó al suelo, quedando tendido en el medio del guadal del patio.
– ¡Paredes!... llevá a este muchacho al camino, dejalo debajo de un árbol, algún carro lo llevará de regreso, lo conocen casi todos los troperos como El Carrero de San Bernardo, porque es el que arregla las carretas.
Un soldado lo subió sobre un rastrón de palos y cañas, y con un caballo lo fue arrastrando para cumplir la orden, y en un algarrobo del camino de carretas lo dejó abandonado.
– ¿Qué es este lugar? – balbuceó Anastasio cuando el soldado lo hacía bajar del rastrón.
– Estás en el camino. Estás en libertad. Aquí algún carrero te va a llevar pa tus pagos – fue lo último que dijo el mal trazado soldado, y volvió con su caballo y rastrón hacia aquel miserable lugar que llamaban fuerte.
Anastasio miró al sol sobre su cabeza, con dificultad se levantó y comenzó a caminar por una huella muy poco marcada, pensando que ese era el camino.
A los pocos metros llegó a un guadal en donde le resultaba pesado caminar. Tomando un palo para apoyarse, logró realizar un trecho, distancia que no fue ni cincuenta pasos, cayendo luego rendido, y sin poder continuar.
Más adelante notó que algo frío lo rozaba, y entre el desmayo y la consciencia se vio en medio de un pantano del cual no podía levantarse. Luchaba para salir de aquel lugar pero no lo lograba, estaba semi desvanecido, sintiéndose encerrado en su propio cuerpo, igual a si estuviera muriéndose.
Al final alguien se le acercó y alcanzaba a percibir muy confundido que lo levantaban y arrastraban. Oía voces, sin distinguir nada con claridad.
– ¿Qué le pasó, amigo? – el carrero no podía responder, escuchaba que le murmuraban, haciéndole preguntas y sin ser capaz de dar repuestas.
Quienes lo estaban rescatando también eran carreros y lo encontraron después de una fuerte tormenta, tirado a la intemperie, semi sumergido en el barro de una laguna que se había formado por la intensa lluvia.
Ahora el pobre no sabía ni quién era ni a dónde estaba.
Inmediatamente los carreros observaron su estado, comprobando que no se encontraba herido. Lo sentaron, le ofrecieron agua, le sacaron los miserables harapos embarrados y lo cubrieron con dos ponchos.
– Este hombre ha sufrido una disgracia y se está muriendo, me parece que de hambre. Lo vamos a cargar en el carro y lo llevaremos hasta el próximo paraje.
Trataron de alimentarlo con zapallo pisado pero el hombre demostraba no poder comer, luego continuaron viaje, llegando a San Bernardo después de un día de andar.
Anastasio volaba de fiebre.
Los viajeros enseguida le comentaron al encargado del lugar lo que habían encontrado por el camino, pidiéndole que lo socorrieran.
Cuando Rumendio vio a la persona que traían, enseguida lo reconoció.
– Este muchacho es Anastasio, “el carrero”, pero está más muerto que vivo ¿Qué le ha pasao?
– No sabemos, lo encontramos tirao en el medio del camino todo mojao y tapao e barro.
Rápidamente los hombres lo retiraron de la carreta y Rumendio lo tomó en sus brazos para llevarlo a su rancho, el mismo que él le había cuidado durante su ausencia, tal como se lo había prometido. Una vez que lo dejó en aquel lugar, apresuradamente fue a buscar a su mujer para que lo ayudara, brindándole todas las atenciones posibles. Lo pusieron en un catre, y con unos cueros de oveja levantaron su espalda, limpiándole el cuerpo con agua tibia al tiempo que le ponían paños con agua fría en la frente para bajarle la fiebre y le masajeaban con alcohol.
– ¿Qué será lo que le pasa?
– Esto es nada más que un gran enfriamiento, y está sin comer… ¡vaya a saber por qué!
La paciencia fue mucha, y las atenciones también.
Al final, y luego de dos días con intensos cuidados, la fiebre bajó y Anastasio comenzó muy despacio a hablar y comer.
– Tome esta sopa que está muy rica – dijo la mujer con una dulzura singular, mirándolo con sus ojos redondos y saltones, esos que parecían querer dispararse de sus mejillas para acariciar al hombre que la había halagado un tiempo atrás. Cucharada tras cucharada le daba en la boca para restablecerlo de su gran debilidad.
Anastasio balbuceó, agradeciendo.
– Yonaré… Yonaré, –exclamó suavemente, asombrado, sonriéndole con profundidad, agradeciendo el momento.
– Sí, soy yo, carrero. Lo estamo ayudando junto con don Rumendio y su mujer… toda la gente de San Bernardo quiere que se cure.
Hablaba poco, aunque él ahora estaba más consciente. Aún sin recordar casi nada de lo que le había sucedido, todavía se sentía muy aturdido y con mucho dolor en el cuerpo. Luego de la sopa le dieron carne asada y bebió mucha agua, quedándose nuevamente dormido. Rumedio lo vigiló hasta tarde, luego, cuando comprobó que descansaba bien, se retiró a su rancho, feliz porque el carrero se estaba reponiendo.
– ¿Cómo anda el carrero? – preguntó su mujer.
– A tomao tanta agua y sopa que me asusta.
– ¡Noooo, no ti asustes! Eso es muy gueno, se está reponiendo el pobre, es como dice la curandera Fabiola: está disidratao por eso toma agua. Cuando le bajen los calores del cuerpo queda curao.

Pasados unos días de convalecencia, Anastasio fue tomando su ritmo, recuperando por completo la memoria, y dándose cuenta de casi todo lo ocurrido. Se sentía complacido por haber encontrado a su rancho tal cual lo había dejado hacía un mes. Después y mientras continuaba en reposo, pasó a contarles a sus amigos que lo visitaban de lo terrible que fue su presidio en El Sauce.
– ¡Laaaa puucha!, poco tiempo pero lo necesario para matar a cualquiera… y todo por culpa del español desorejado.
– Ese hombre es un cristiano mal nacido.
– ¿Y lo volvieron a ver?
– Nunca más aparició. Gracias al tata Dios que no güelva, porque si lo hace, me voy a disgraciar. Y usté ahura tiene qui reponerse bien y seguir con su trabajo, aquí siempre lo piden pa que arregle carros Anastasio –dijo Rumendio.
A la mañana siguiente, junto con la salida del sol apareció golpeando las manos y pidiendo permiso Yonaré. Traía una caja de mimbre en cuyo interior había ropa.
– Pase, pase, ¡qué alegría que venga a mi casa, y qué alegría de verla! – la mujer esbozó una sonrisa.
– Esto es un chiripá y un calzón de punto que le hizo comprar don Rumendio, también le compró medias y un poncho grueso.
– ¿Y cómo voy a pagar esto?
– No lo sé, háblelo con él. A mí me dijo que se lo entregara, y también le tengo que traer carne cocida, leche, zapallo y un dulce de tuna.
– Bueno mujer…le doy gracias por tanta bondad, mil gracias para usted, para don Rumendio, su señora, y a toda la gente que me ayudó después de tanta mala suerte.
– Todo por culpa de mi marido.
– ¿Era realmente su marido?
– Güeno… él me compró, no estamos casao, pero yo le pertenecía.
– Ahora está libre y no tiene pertenencias.
– No sé, ¿y si güelve a aparecer y me quiere llevar?
– Yo no quiero que la lleve, Yonaré; quisiera defenderla y que nunca se vaya. Usted es una mujer muy bondadosa y linda, precisa un hombre bueno, que la cuide y no la maltrate. ¡Cómo me gustaría que fuéramos amigos!
– ¡Aaay, mire queeee mi dice! ¿Acaso no somo amigo? Sabe cuando tenía fiebre lo que lo he cuidao y usté hablaba solo, dicía cada cosas que a mí me daba cosquilla.
– Pero, ¿por qué… qué decía?
– Me llamaba a mí todo el tiempo y no se daba cuenta que estaba a su lao.
– Gracias, la verdad que la tengo en mi corazón.
– ¡Aaaay… miiiire que mi dice! ¿cóóóóómo me vai tené en su corazón?
– ¡Y cómo que no!, si el tata Dios la puso en mi camino… yo me casaría con usted.
– ¡Aaaay… miiiire qui mi dice! – continuaba repitiendo la muchacha
– Siento virgüenza que mi diga eso.
– ¡Sííííí… me casaría!... y don Rumendio sería nuestro padrino. A mí usted me gusta mucho y yo sería capaz de respetarla siempre. Sería mi compañera querida para vivir en este desierto, en esta pampa salvaje, porque yo siento que la quiero Yonaré ¡la quiero!
– ¡Aaaay… miiiiire qui mi dice!
– Eso le digo… que la quiero, porque me gusta, y cuando me encontraba en prisión siempre estaba en mi cabeza y soñaba con usted. La quiero.
– Nunca, nunca mi han dicho eso a mí.
– Entonces nunca la han querido, yo pretendo quererla mucho Yonaré… estoy enamorao de usted. Usted es muy hermosa, desde que la conocí, la he soñado.
La mujer quedó sorprendida, apabullada con tantas palabras lindas que brotaban de los labios del joven, y se sintió tan halagada, que su corazón vibraba, incapaz de expresar nada. Jamás le había pasado que un hombre con respeto y decisión le dijera que la quería.
Salió caminando hacia lo de Rumendio, lugar donde vivía, palpitándole una felicidad interior que era imposible describir.
Cuando la esposa de Rumendio la vio, le preguntó qué le pasaba.
– Es que usté sabe que Anastasio me ha dicho cosas lindas que me dejaron alegre como nunca.
– ¡Aaay muchacha!… ¿y qué te ha dicho ese hombre?
– Nooo…no doña Zoraida, es que me da virgüenza… ¿sabe?...no li puedo contá lo que mi dijo.
– Bueno, bueno, el carrero se está recuperando dimasiao pronto – dijo con picardía y seguridad la mujer. Ella sabía claramente que Yonaré estaba enamorada de Anastasio, dado que en todo aquel tiempo de convivencia en la casa con la muchacha, ella lo recordaba a cada instante y por cualquier motivo, y no había un día que no lo nombrara.
Mientras tanto, también el joven trataba de buscar opiniones con gente de su confianza:
– Yo quiero a esa mujer don Rumendio, estoy enamorado de ella. Se lo quería contar, como usted es autoridad de este lugar, para saber cuál es su parecer, me gustaría formar un hogar aquí, en San Bernardo.
– Güeno, haremos fiesta grande pal casamiento. Le confieso que esa muchacha ahora se siente feliz.
La ilusión invadía a los jóvenes. El estar enamorados era una promesa de la vida que traspasaba barreras y provocaba un gran entusiasmo, colmando de encanto y alegría. Sin embargo todo eso para ellos era solamente un bonito sueño, seguramente la realidad tendría un precio cargado de miles de sacrificios y penurias en tiempos tan difíciles y complicados como lo eran para los pobladores de esos humildes parajes, quienes día a día se jugaban el destino en el medio de aquella pampa.
Pasaron unos meses, y los enamorados fueron formalizando su propuesta; todo el vecindario sabía que querían casarse como Dios mandaba. Primero los dos jóvenes debían estar bautizados y confesados para que un sacerdote les diera el sacramento del matrimonio, entonces se anotaron con un padre jesuita que cada tres meses recorría el paraje para atender las necesidades religiosas, ofreciendo una santa misa que siempre celebrada al aire libre.

– Mañana viene el padre jesuita, estoy tan nerviosa, que no me puedo continer de legría.
– Gueno mujer, pero tenés que serenarte… mirá que el casarse es cosa seria, y si lo haces con un cura, más toavía. – dijo doña Zoraida.
– Doña Zoraida ¿Usted no está casada con cura?
– ¡Noooo!... nosotros somos juntao noma, y en secreto en la estancia de los Cabrera, pero el desgraciao del capataz cuando se enteró, nos echó porque no nos habíamos casao y tenía orden del señor Cabrera de no aceptar gente amancebada ni en concubinato, pero Rumendio me decía que me iba querer siempre sin casarnos, porque al casarnos pensaba que nos iban a contagiar gualicho de los indios y nos íbamos a morir.
– ¡Qué tiene que ver el gualicho con el casamiento!
– Y gueno mija, nada… mi hombre es así, porque una bruja india le dijo que no servía casarse por un cura y él se lo creiva. Pero es tan güeno el Rumendio, qui nunca me dejó faltar nada y siempre me cuida y me respeta.
– ¿Qué es eso que me dijo del cuncubinato?
– Y güeno, los jueces y los curas dicen que se está concubinao cuando no es casao, y pa los curas es pecao aunque uno se porte bien, y a los jueces y a los cura, no lis gusta las cuncubinadas.

La tarde estaba muy serena y apacible pero en un momento fue interrumpida por un griterío que venía del naciente que asustó a los pobladores. Todos se alborotaron.

– ¿Qué será eso? ¿Serán indios?
– ¡Noooo… son gritos de cristianos!
La gente se puso en alerta, palos, látigos y varas en punta de flechas se buscaban para armarse en defensa del lugar. Los perros se alborotaban, los niños corrían a refugiarse… pero aún el monte no dejaba ver el camino ni qué venía.
Pasado un momento fue apareciendo una tropa de carretas, y unos cincuenta hombres la rodeaban a los gritos. La mayoría estaban desnudos y parecían más salvajes que seres humanos. Los pobladores de San Bernardo se asustaron por aquellos hombres. Barbas, cabellos largos, cuerpos mugrientos, descalzos y con palos en las manos. Casi no hablaban, solamente gritaban sin entenderse lo que decían. Junto a ellos venían varias mujeres en las mismas condiciones, sucias, desnudas y con garrotes en señal de guerra. Se detuvieron en medio de la playa del paraje agitando los palos con energía y gritando. Rumendio con cautela salió a su encuentro y por detrás Anastasio. El hombre levantó la mano en señal de paz. Al acercarse se dio cuenta que la tropa de carretas era de don Humberto Ortiz, quien pasaba constantemente, por eso la conocía. Quiso hablar con ellos pero se le vinieron arriba para lincharlo. Rumendio dio un palo por la cabeza al primero en acercarse que lo destrozó y quedó tendido en el suelo, inmediatamente fue atacado pero Anastasio vino a su encuentro rápidamente, se trenzó en lucha defendiendo a Rumendio. Tres paisanos que aparecieron bien montados desde los corrales de palos en donde reunían haciendas atropellaron con sus potros a los atacantes y estos se sosegaron a pesar que los triplicaban en número. Rumendio increpó a otro invasor y lo golpeó fuerte con el palo hasta derribarlo, había más de cinco heridos en el suelo. Así era aquella lucha a todo o nada, vencer o morir.






Nuevamente con los caballos los jinetes atropellaron a los bandidos hasta que al final quedan derrotados. Los hombres de San Bernardo habían luchado con agallas y los invasores que quedaban terminaron malheridos en el lugar.
Cuando Rumendio se acercó a las carretas encontró a dos arrieros muertos y a don Humberto Ortiz muy herido recostado en el carro sobre un baño de sangre a quien auxiliaron rápidamente. Cinco de los bandidos quedaron prisioneros atados con cuerdas de pie y manos debajo de unos árboles, los restantes estaban muertos y muchos dispararon.

– ¡Vamos! Debemos ayudar rápidamente a este hombre.
– ¿Qué buscaban ustedes, ladrones del infierno? – preguntó Rumendio con aire de autoridad a un prisionero.
Solamente gritaba el hombre, parecia que de miedo a que lo mataran, pero no hablaba ni entendía lo que le preguntaban. Eran seres tan rudos como salvajes, vivían escondidos en especie de pequeñas tribus en las barrancas del río y de tanto en tanto acosaban a las tropas de carretas; ya los carreros que cruzaban aquellos caminos habían traído la noticia de estos clanes de bandidos que amenazaban, aunque no era muy común que lo hicieran; en general se calmaban cuando los carreros le entregaban mercaderías especialmente comidas y vinos. En este caso se habían sobrepasado; no se conformaron con lo que don Ortiz les dio – una media carga de un carro de los doce que conducía– entonces lo siguieron por leguas para que les diera más de lo que llevaba; y como no consiguieron doblegarlo, comenzaron a atacarlo con ferocidad, dando muerte a varios troperos. Y fue justamente en ese estado de acoso que llegaron a San Bernardo, armando tal alboroto.
Allá huían ahora los bandidos que quedaron indemnes del ataque.

– Estos son bárbaros y ladrones, viven como a doce leguas sobre las barrancas del río y los montes del Saladillo, dedicándose a asaltar constantemente. Viven de esa manera, y son conocidos como vagamundos – exclamó enojado Rumendio…


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